El camino se hizo interminable entre árboles gigantes y helechos. Por ratos mi acompañante, el comunero Santillán me hablaba del origen del mundo. En realidad nos encontrábamos en una selva poco recorrida por viajeros. También me comentaba que él era feliz viviendo en este lugar que lo comparaba con el paraíso. Fueron como dos horas de camino para ver la suave llovizna que caía de un cerro y formaba una pequeña laguna. Llegamos a una de las cataratas más alta del Perú: Gocta.
Anteriormente visité las cataratas de Tirol y Bayoz, ubicadas en la Selva Central, pero esta vez con algunos amigos nos propusimos viajar a Chachapoyas. “Está cerca de Lima” me dijeron. “Primero tenemos que llegar a Chiclayo, tomar un ómnibus interprovincial y en seis horas llegaremos a Chachapoyas.” dijo entusiasta uno de ellos. Fue toda una aventura estar en esta ciudad que se encuentra en la Ceja de Selva pues caminé al borde de precipicios, perdí miedo a los caballos y me arriesgué a zambullirme en las aguas frías de una lagunita formada con las gotas de una catarata.
Cerca al lugar de alojamiento en la ciudad de Chachapoyas, mis amigos me recomendaron tomar un buen caldo de pata de vaca porque teníamos que tener fuerza para caminar como cuatro horas. Y a pesar del soroche que sentía, tomé un buen desayuno. Y no me arrepentí porque la caminata fue extenuante y no vi comida hasta las cuatro de la tarde.
Después de una hora en carro llegamos al lugar como a las diez de la mañana. Nos esperaban los guías, comuneros del caserío San Pablo. Alquilamos dos caballos. A mí me dieron una yegua llamada Gina e iba seguida de su potranca que todavía no tenía nombre. Gina fue tan buena conmigo que sabía que tenía que ir lento. Disfrutaba del aire puro, de la vista a los acantilados, esas enormes rocas. Por ratos, la potranca se cruzaba, yo tenía miedo caerme, pero iba acompañada del comunero Candelario Santillán.

El comunero, un hombre sencillo y amable de unos cincuenta años, comentó que fue un alemán quien acompañado de lugareños realizó una expedición para llegar hasta la catarata. El 2006 fue dado a conocer al mundo: 771 metros aproximadamente de caída de agua. La tercera caída de agua más alta del mundo. Lo que no me dijo – quizás para no asustarme - que los pobladores consideraran a Gocta como un lugar hechizado. Es por ello que permaneció en el olvido. Dice la leyenda que hay una sirena que cuida un cántaro donde hay una serpiente. Y que varios hombres se han perdido en este lugar. Ahora digo si mis amigos hubiesen sabido esta historia, no hubiesen corrido como niños hasta llegar a la catarata.

Enormes piedras, algunas redondas otras puntiagudas forman la orilla de esta lagunita. Y sin temor alguno, mis tres amigos y yo nos zambullimos en esta laguna color amarilla-marrón. Fue tan larga la caminata y el calor que sentíamos que estábamos encantados por la belleza natural. Nos sentimos atraídos para sumergimos en sus aguas.
Si la ida se convirtió en curiosidad para descubrir la catarata Gocta, el regreso fue agónico. Llegamos literalmente con la lengua afuera, especialmente los que no alquilaron caballos. Conocer Gocta fue toda una aventura porque significa resistencia, tenacidad, aventura. Ver tantos árboles y caminar por lugares poco explorados hace creer que estas en un lugar olvidado de la civilización. Y ojalá el comunero Santillán tenga la oportunidad de leer esta crónica de esta maravilla peruana poco conocida en el mundo turístico. (Luz Marina Orellana Marcial)
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